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Que no le digan… El otro sismo

Por Mario A. Medina

Aquel 19 de septiembre de 1985 me tocó vivirlo en el quinto piso de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Desde las ventanas del frente del edificio en Tlatelolco, alcancé a mirar hacia el sur, rumbo a San Juan  de Letrán. Veía columnas de humo que no era tal, eran columnas de polvo, una zona bombardeada; lo mismo me ocurrió cuando crucé apresurado, preocupado, avenida Reforma y volteé rumbo a La Villa, supuse que era neblina, no, era lo mismo, el polvo del edificio de Nuevo León que se había colapsado. Horas después habría de enterarme.

Llegué a mi casa caminando. Mi esposa estaba muy asustada igual que su hermana, pero bien las dos. Salimos y caminamos al domicilio de mis padres; el pavimento ondulado, las tuberías del agua potable no resistieron, algunas paredes de Avenida del Trabajo, se vencieron. Caminábamos por las calles del “barrio bravo”. Desde adentro de Tepito empecé a sentir otro movimiento, otra gran sacudida, igual que en el resto de la ciudad: un gentío salía ayudar.

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Sin corriente eléctrica, la gente escuchaba la radio, sus aparatos de transistores, de pilas. Atentos nos informábamos del tamaño de la tragedia, de la desdicha que narrabaJacobo Zabludovsky. Desde su carro con un teléfono, que no sé si era algo así como el antecedente del celular, el periodista nos describía lo ocurrido por el movimiento telúrico, pero también del movimiento humano.

Por todas partes la solidaridad emergía. Todo mundo llegaba para enfrentar a la desgracia, donde las casas, edificios, escuelas, hospitales que se habían venido abajo. Primero con las manos, quitando piedras, ventanas, varillas, jalando lo que pudiera estorbar para salvar vidas, ¿de quién?, de quien fuera. Palas, picos, cuerdas, cubetas, cucharas, cinceles, martillos mazos, cubetas y más cubetas; cada una de estas herramientas se convertían en grandes trascabos, en manos de cada uno de esos héroes anónimos.

Fueron muchos días y noches en las que esa gente salió a tender su mano: tortas, café, pan, atole, agua, dulces para que comieran los rescatistas improvisados pero decididos, incluso, a dar sus vidas.

Treinta y dos años después, 19 de septiembre, quien se lo hubiera imaginado, la tierra nos volvió a sacudir y de nueva cuenta afloró aquella fuerza, la de la hermandad que parecía estaba escondida: el amor por los demás. ¿Y por qué, -me pregunto-, por qué existen asaltantes, ladrones, narcotraficantes, que quitan vidas, que llaman a la muerte? ¿Por qué?, ¿por qué?

Habían pasado apenas poco más de dos horas del simulacro que recordaba aquel movimiento que cambió a México, cuando al mismo tiempo que sonaba la alarma sísmica, todo mundo sentimos el jalón. Ya en la calle, no lo pensé, caminé de Dr. Vértiz y Fray Servando, hasta San Cosme para ir por mi pequeña hija de primero de secundaria. Caminaba y caminaba, observaba rostros preocupados, miedo, personas llorando, celulares que no conectaban, pero al mismo tiempo, por donde mi instinto me llevaba, los edificios estaban de pie.

Verlos erguidos me tranquilizaba, pero luego de un rato cuando entraron los primeros mensajes por wattsap de un grupo de reporteros, me enteraban que había edificios colapsados, la adrenalina que viajaba conmigo creció. Por fin llegué a la escuela, entré, mi hija no estaba, la angustia me desbordó. ¿Dónde pudiera estar?, me preguntaba, luego de un rato de búsqueda y de más estrés,  por fin, llegó.

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Sismo CdMx

Ella quería saber de su mamá, de sus abuelas, de sus hermanos y me platicaba su experiencia, caminábamos y seguíamos caminando. “No hay de otra, hija”, le explicaba. No había servicios de transporte. Un par de horas después, nos pudimos reunir toda la familia. Mis otros tres hijos se fueron a ayudar al edificio de  Chimalpopoca y Bolívar. Llegué al mismo punto más tarde y en el trayecto me sumergí en el pasado como en una película, parecía que el tiempo había regresado a 1985, undeja vu.  Ríos de gente, sobre todo de jóvenes con sus picos, palas, cuerdas, barretas, cinceles, martillos, cubetas, muchas cubetas, pero eso sí, todos cargaban su corazón en la mano para entregarlo, para donarlo.

Los rostros de aquella muchedumbre mostraban preocupación pero sobre todo decisión, disposición y mucho, pero mucho coraje, de ese arrojo  que tiene que ver con el instinto de salvación, con el amor del que habla la biblia: “ama a tu prójimo como a ti mismo”.

Ahí, en el edificio de Chimalpopoca, lo vi, lo percibí, cientos de personas ofrecían sus manos, sus herramientas para salvar vidas; a todas y todos les encontraba un parecido, no sé, pero algo tenían en común, creo eran, son de una sola familia. Y es que la escena ocurría igual en todos los otros lugares donde la desgracia nos cayó. Las crónicas retrataron a esa misma familia sacando ese maldito cascajo, donde uno a uno, mano con mano, echaba fuera a los desdichados pedazos de concreto.

No, no era un deja vu. Lo estaba viviendo. Mis hijos, mis sobrinos, mis vecinos, mis amigos, todo mundo, la juventud y la vejez, de todas partes llegaban a salvar vidas, a ofrecer algo de si, al menos, sus ganas.

México se movía, aquí, en la ciudad, en Morelos, en Puebla, en Oaxaca, en Chiapas,  pero también en el resto del país y fuera de él. De sus entrañas, una gran energía se estaba produciendo, esa fuerza emergía, surgió, está aquí y ahora. El amor al prójimo, era, es, el otro movimiento, el otro sismo, el de la solidaridad. GRACIAS, ¡BRAVO!, ¡BRAVO! para todas ellas y todos  ellos.

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